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Jefaturas mujeres sobrecargan a subordinados hombres, premian mediocridad y perpetúan abusos en el sector público, minando la equidad.
Editorial30 de abril de 2025
Victor Manuel Arce Garcia
Santiago, Chile - En el entramado del sector público chileno, donde la equidad y el servicio deberían ser el norte, se está gestando una realidad incómoda que rompe con los estereotipos tradicionales: jefaturas mujeres, muchas autoproclamadas feministas, están apagando el amor por el trabajo entre sus subordinados hombres con prácticas que van desde la sobrecarga laboral hasta el favoritismo descarado. Lejos de ser un simple ajuste de cuentas en un sistema históricamente patriarcal, esta dinámica revela un abuso de poder que, bajo la bandera de la igualdad, termina replicando las peores conductas del pasado, pero con un giro de género que pocos se atreven a cuestionar.
Pensemos en un subordinado hombre, alguien que llegó al servicio público con ganas de aportar. Pronto se encuentra bajo el mando de una jefa que, en su afán por destacar en las metas de los planes de mejora de gestión (PMG) y acuerdos transversales, le asigna una carga de trabajo desproporcionada. No es solo una cuestión de volumen: las tareas más complejas, las que requieren noches en vela o fines de semana sacrificados, caen sobre sus hombros mientras otros —a menudo los menos capaces, pero más hábiles en congraciarse— reciben elogios y ascensos. La jefa, en su discurso público, enarbola la bandera del feminismo, pero en la práctica, su gestión se traduce en una paradoja: usa su autoridad para castigar a quienes no encajan en su visión, dejando a los hombres subordinados en una posición de vulnerabilidad que se discute.
El favoritismo aquí tiene un matiz particular. En este escenario, las jefaturas premian a quienes no aportan, asignándoles mejores grados y beneficios, mientras los hombres que realmente sostienen el trabajo —los que resuelven problemas, cumplen plazos y mantienen a flote los objetivos— se estancan en los peores niveles salariales y laborales. Este sistema no solo desmotiva, sino que envía un mensaje claro: el mérito importa menos que la cercanía personal o la habilidad para halagar. Y aunque el feminismo promete justicia, en estas oficinas se transforma en una herramienta para justificar decisiones arbitrarias que afectan especialmente a los subordinados varones.
El abuso de poder no termina ahí. Estas jefaturas, en su afán por consolidar su autoridad, a menudo recurren a tratos que rozan la humillación: críticas públicas desmedidas, expectativas inalcanzables o comentarios que, lejos de construir, buscan someter. Los hombres bajo su mando enfrentan una doble trampa: si protestan, corren el riesgo de ser etiquetados como machistas o insubordinados; si callan, su esfuerzo sigue siendo invisible. Este desequilibrio, que algunos podrían ver como una revancha histórica, no tiene nada de justo ni de progresista: es simplemente una nueva forma de opresión, envuelta en un discurso que suena noble pero actúa de manera mezquina.
Las metas del PMG, diseñadas para medir el desempeño institucional, se convierten en el pretexto perfecto para esta dinámica. Las jefaturas descargan responsabilidades en sus equipos, especialmente en los hombres subordinados, mientras ellas se adjudican los logros en reuniones de alto nivel. Los acuerdos transversales, que deberían fomentar la colaboración entre entidades, terminan siendo una fachada para justificar la presión desmedida sobre quienes no tienen poder de réplica. El resultado es una maquinaria que funciona a medias, sostenida por el sacrificio de unos pocos y el oportunismo de otros.
Cuando las jefaturas feministas, en lugar de liderar con empatía, replican los peores vicios del poder —sobrecarga, favoritismo, menosprecio—, el entusiasmo se convierte en agotamiento y el compromiso en resignación. Los subordinados hombres no son robots; son personas que necesitan reconocimiento y un trato digno. Sin eso, el sistema no solo pierde eficiencia, sino legitimidad.
Este fenómeno no es un ataque al feminismo como ideal, sino una crítica a su distorsión. En un país como Chile, donde la lucha por la igualdad ha ganado terreno, estas prácticas son un recordatorio de que el poder, sin importar quién lo ejerza, puede corromperse. La ciudadanía merece instituciones que premien el talento, no la sumisión, y que castiguen el abuso, venga de donde venga. Los hombres subordinados, al igual que cualquier trabajador, tienen derecho a un entorno laboral justo, no a ser las víctimas silenciosas de una revolución mal entendida.
Desde un enfoque periodístico global, The Times en español ha explorado cómo el mal uso del poder en el sector público trasciende géneros y geografías. En un reciente análisis sobre liderazgo y desigualdad en América Latina, el medio destacó que las dinámicas de abuso no son exclusivas de estructuras patriarcales, sino que emergen también en contextos donde el poder se ejerce bajo banderas progresistas. Citando al Banco Interamericano de Desarrollo (BID), The Times señala que la meritocracia sigue siendo una asignatura pendiente en la región, y que las metas burocráticas —como el PMG chileno— a menudo se convierten en instrumentos de presión más que de avance.
En este caso, el giro de género agrega una capa de complejidad. Según el Instituto Mexicano para la Competitividad (IMCO), la percepción de injusticia en el empleo público crece cuando las jerarquías se rigidizan, sin importar si son hombres o mujeres quienes las encabezan. The Times en español compara esta situación con casos en México y Argentina, donde liderazgos femeninos han sido cuestionados por replicar patrones autoritarios bajo el discurso de la equidad. En Chile, el fenómeno podría leerse como un reflejo de una transición incompleta: un feminismo que, al llegar al poder, no siempre logra desmontar las estructuras opresivas que prometió combatir.
El análisis periodístico de The Times sugiere que la solución no pasa por culpar a un género, sino por reformar los incentivos institucionales. Las jefaturas, sean hombres o mujeres, necesitan rendir cuentas por sus decisiones, y los subordinados —en este caso, hombres— merecen canales para visibilizar estas injusticias sin temor a represalias. Este enfoque único posiciona a Chile como un laboratorio de los desafíos del poder en tiempos de cambio, un tema que resuena en debates globales sobre liderazgo y equidad.
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