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Un chilote de corazón: homenaje a mi abuelo Moisés

El legado de Moisés Cárdenas Oyarzún es una celebración de la rica cultura chilota y un recordatorio de que cada historia familiar es un tesoro invaluable.

Opinión24/05/2025 Cristian Cárdenas Aguilar

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Moisés Cárdenas Oyarzún
Moisés Cárdenas Oyarzún

 En este fin de semana dedicado a los patrimonios en todo el territorio nacional, deseo rendir un pequeño homenaje que nace desde lo más profundo de mi memoria, mis raíces y relatos familiares: a mi abuelo paterno, un verdadero baluarte de la esencia y el espíritu chilote. Nació en el sector de Palqui, en la comuna de Curaco de Vélez (Isla Quinchao), muy cerca del pueblo de Achao. Su vida, que comenzó en la primera década del siglo XX (según los registros oficiales, quizás incluso antes) y se extendió hasta 1991 - cuando quien suscribe era un niño de apenas 7 años - no solo fue larga, sino también profunda en enseñanzas y valores. Fue uno de esos tantos hombres - como muchos abuelos del Chiloé de antaño - cuya existencia entera se convirtió en patrimonio vivo de este recóndito y particular rincón del mundo.

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Mi abuelo fue un multifacético por excelencia: hijo del rigor, del trabajo rústico, de la formación exigente, de la perseverancia y del esfuerzo; un hombre dedicado por completo a su familia y a sus metas. Fue carpintero: construyó casas que resistieron los embates de los temporales y del gran terremoto y maremoto del ’60; embarcaciones familiares que surcaron los canales del mar interior chilote y el seno de Reloncaví; barriles de diversos tamaños para almacenar la rica chicha de manzana campestre; y tantos otros artilugios de madera. Entre ellos, conservo aún una antigua balsa del canal de Dalcahue - de aquellas que conectaban la Isla Grande con Quinchao en los años ’80 -, confeccionada a escala con sus propias manos y que me regaló en uno de mis cumpleaños. ¿Algo más significativo? Sin tal vez dimensionarlo, me regaló patrimonio.

 

Navegó en las antiguas chalupas a vela y en las primeras embarcaciones a motor, llevando mercancías y noticias a las distintas islas, viajando a Puerto Montt ida y vuelta, en tiempos en que las rutas terrestres eran precarias o incluso inexistentes, y el mar era la vía elemental de conexión. En la interna, fue el alma de los encuentros en el fogón familiar, especialmente durante los tradicionales reitimientos de chancho, acompañados siempre de roscas, milcaos, morcillas, chicharrones y tantas otras delicias de la abundante gastronomía insular. ¡Qué grandes recuerdos!

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Fue campesino, agricultor y ganadero, siempre junto a su fiel caballo. En su campo, y aprovechando la fuerza de los ríos, construyó y operó molinos para moler trigo, generando harina para los hogares de las islas adyacentes. También fue uno de los primeros comerciantes de Achao, con un negocio de mostrador que hasta el día de hoy abre sus puertas en la avenida Prat, justo frente al mercado. Pero no se detenía ahí: en situaciones de adversidad, como lo fue un lamentable naufragio entre Achao y la vecina Isla Llingua a mediados del siglo XX, no dudó en socorrer a los afectados junto a mi padre - niño en ese entonces -, enfrentando el mar como solo los antiguos chilotes sabían hacerlo: con coraje, determinación, fe y su cuota de “irresponsabilidad”. Pero cómo no, si desde siempre lo vio como el patio de su casa. Un verdadero chilote marino.

 

Fue también uno de esos tantos isleños que, ante las malas condiciones laborales y las escasas oportunidades en la zona, tomaron sus cosas y se aventuraron a la Patagonia chilena y argentina en busca del sustento, trabajando por temporadas en las estancias. Así se entrelazaron lazos que hasta hoy perduran entre Chiloé y la zona austral del país, especialmente con Punta Arenas. Un nómade por excelencia, que jamás claudicó en su esfuerzo por brindar mejores condiciones de vida a los suyos. Y así, junto a mi abuela – una gran mujer que merece un capítulo aparte -, educó a sus nueve hijos e hijas. Un sacrificio que, en los tiempos actuales, cuesta realmente dimensionar, donde todo es más accesible.

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Podría seguir escribiendo muchas más historias sobre mi abuelo. Y como él, de seguro hay muchos más en Chiloé. Estos ejemplos son prueba de que el patrimonio también vive en las personas, y no es exclusivamente material o tangible. Hombres como él no aparecen en los libros de historia, pero su legado sigue latente: en sus hijos e hijas, en sus nietos y nietas, en mí mismo, y en el pueblo que lo vio nacer y crecer.

 

Hoy, en este Día de los Patrimonios, su memoria es mi patrimonio. Él fue Moisés Cárdenas Oyarzún, “Moise”, como solíamos decirle con cariño: mi abuelo paterno. Q.E.P.D.

 

Cristian Cárdenas Aguilar

Nieto, profesor de Historia, Economía y Ciencias Sociales

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