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La filtración de videos íntimos de una funcionaria pública expone la fragilidad de la protección a mujeres víctimas de violencia digital en un Chile que se dice feminista.
Opinión12 de mayo de 2025 Por Claudia Andrea Bustos KlennerAntilhue, Los Lagos, Chile, 12 de mayo de 2025 - En un país que ondea la bandera del feminismo como estandarte político, la realidad de las mujeres víctimas de violencia digital en Chile sigue siendo un grito silenciado. Mi historia personal, una herida aún abierta, es solo una de tantas que evidencian las grietas de un sistema que promete igualdad, pero que, en los momentos de mayor vulnerabilidad, deja a las mujeres solas frente al estigma, la revictimización y la indiferencia institucional.
El pasado reciente me enfrentó a una de las experiencias más devastadoras de mi vida: la difusión no consentida de videos íntimos míos, filtrados desde la plataforma ARSMATE y compartidos entre colegas, superiores y beneficiarios del Servicio Nacional del Adulto Mayor (SENAMA), donde trabajo en la Región de Los Ríos. Esta violación a mi intimidad no solo destruyó mi seguridad personal, sino que me expuso a una ola de juicios sociales que anularon mi dignidad. Lo que debería haber sido un caso aislado se convirtió en un reflejo de una epidemia silenciada: la violencia digital de género, un problema que afecta a miles de mujeres en Chile y América Latina.
El gobierno del Presidente Gabriel Boric, que se autoproclama feminista, ha hecho del discurso de igualdad un pilar de su narrativa. Sin embargo, cuando una funcionaria pública como yo enfrenta una violación tan grave, la respuesta institucional revela una desconexión abismal entre las palabras y los hechos. El Ministerio de Desarrollo Social y Familia (MIDESOyF), particularmente en su representación regional, respondió con una frialdad desoladora: sin empatía, sin preocupación por mi bienestar emocional, solo con un interés evidente por proteger la imagen del ministerio. Este enfoque, que prioriza la reputación institucional por sobre la dignidad de una víctima, es un síntoma de la falta de protocolos claros y de una sensibilidad de género que debería ser la base de un gobierno progresista.
Aunque recibí apoyo parcial de SENAMA, el Servicio Nacional de la Mujer y la Equidad de Género (SernamEG) y el Ministerio Público, este respaldo no es suficiente para contrarrestar los vacíos estructurales. La ausencia de políticas específicas para abordar la violencia digital, la falta de capacitación en las instituciones y la lentitud en los procesos legales son barreras que enfrentan todas las víctimas. Mi caso no es una excepción, sino la regla en un sistema que aún no comprende la magnitud de esta forma de violencia.
La violencia digital de género no es un fenómeno exclusivo de Chile, pero la respuesta del país está lejos de estar a la altura de los estándares internacionales. Al sentirme desamparada por las instituciones locales, decidí acudir a la Sección de Sociedad Civil de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ACNUDH). Mi objetivo no es solo buscar justicia para mi caso, sino visibilizar que la violencia digital es una grave violación de derechos humanos que requiere atención urgente. He solicitado recomendaciones y monitoreo internacional para que Chile implemente medidas efectivas que protejan a las mujeres en el entorno digital.
La violencia digital tiene rostro de mujer. Casos como los de Antonia Barra, Katherine Winter o la profesora Vásquez son solo la punta del iceberg. Miles de historias anónimas en Chile y América Latina comparten el mismo patrón: una agresión inicial que se amplifica por la indiferencia institucional y la revictimización. En mi carta al Presidente Boric, expresé lo que muchas víctimas sienten: "El miedo constante a ser juzgada, la vergüenza, la ansiedad y la desesperanza pueden llevar a situaciones extremas". Este dolor no es solo personal; es colectivo y exige una respuesta estructural.
La lucha contra la violencia digital requiere medidas claras y urgentes. Mis demandas, tanto a nivel nacional como internacional, incluyen:
Estas propuestas no son utópicas; son pasos concretos que un gobierno comprometido con el feminismo debería priorizar. La dignidad, la justicia y la seguridad digital son derechos humanos, y no pueden seguir siendo una promesa vacía.
Escribo desde Antilhue, un pequeño pueblo en la Región de Los Ríos, lejos de los centros de poder y los titulares nacionales. Pero mi voz, como la de tantas mujeres víctimas de violencia digital, no puede ser ignorada. El feminismo no es un discurso para foros internacionales ni una bandera para campañas políticas; debe ser una política viva que repare, proteja y prevenga. Chile y América Latina tienen una deuda con las mujeres, y el Estado debe asumir su responsabilidad.
Mi dolor se suma al de miles de víctimas invisibilizadas, pero también mi esperanza. Transformar esta herida en una lucha colectiva es mi forma de resistir. Exijo coherencia política, acción concreta y un compromiso real con la justicia de género. Porque la violencia digital no es solo un ataque a una mujer; es un ataque a los derechos humanos de todas.
El testimonio de Claudia Andrea Bustos Klenner pone en evidencia una contradicción profunda en el proyecto feminista del gobierno de Gabriel Boric. Mientras Chile se presenta como un referente progresista en América Latina, la falta de políticas efectivas para combatir la violencia digital de género revela una desconexión entre el discurso oficial y las necesidades reales de las mujeres. Este caso no solo es un drama personal, sino un síntoma de un problema estructural que interpela la coherencia del gobierno y su capacidad para traducir principios en acción.
Según un informe de Amnistía Internacional (2023), la violencia digital contra las mujeres ha crecido exponencialmente en América Latina, con Chile como uno de los países con mayor incidencia de ciberacoso de género. A pesar de esto, el país carece de una legislación específica que aborde esta problemática. La Ley de Violencia Integral (Ley 21.331), aunque un avance, no incluye disposiciones claras sobre violencia digital, dejando a las víctimas en un limbo legal. Un reportaje de CIPER Chile (2024) destaca que el 70% de las denuncias por difusión de contenido íntimo no avanza en la justicia debido a la falta de herramientas legales y capacitación policial.
La respuesta institucional en el caso de Bustos Klenner, marcada por la frialdad del MIDESOyF, refleja una cultura burocrática que prioriza la imagen pública sobre la protección de las víctimas. Esto contrasta con el discurso de ministras como Antonia Orellana (SernamEG), quien ha defendido el enfoque feminista del gobierno en foros internacionales. Sin embargo, como señala El Mostrador (2025), la falta de coordinación entre ministerios y la ausencia de protocolos estandarizados limitan la efectividad de las políticas de género.
A nivel internacional, la apelación de Bustos Klenner a la ACNUDH subraya la necesidad de presión externa para que Chile cumpla con los tratados de derechos humanos, como la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer (CEDAW). Organismos como la ONU han instado a los Estados a abordar la violencia digital como una prioridad, pero en Chile, los avances son lentos. Un estudio de la CEPAL (2024) indica que solo el 20% de los países latinoamericanos cuentan con estrategias específicas contra la violencia digital, y Chile no está entre ellos.
El caso de Antilhue no es aislado; es un recordatorio de que el feminismo institucional debe ir más allá de la retórica. La implementación de protocolos, la reforma legislativa y la sensibilización social son urgentes para cerrar la brecha entre el discurso y la realidad. De lo contrario, el proyecto feminista de Boric corre el riesgo de ser percibido como una promesa vacía, incapaz de proteger a las mujeres en los momentos de mayor vulnerabilidad.
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