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Chile 2026–2030: condiciones estructurales, ventanas temporales y márgenes reales de acción

Señor Director: Chile llegará a marzo de 2026 con una combinación de proyectos inconclusos, decisiones postergadas y una fractura política y social que no ha sido abordada de manera estructural.

Opinión31 de diciembre de 2025 Christian Slater E.

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José Antonio Kast
José Antonio KastFotógrafo Cristian Daniel González Henríquez para The Times en Español

Durante décadas se anunciaron iniciativas de infraestructura que no se materializaron, corredores logísticos que quedaron en etapa de estudio, reformas que se diluyeron antes de comenzar y símbolos del Estado que fueron abandonados frente al conflicto. El caso del tren Santiago–Valparaíso terminó convirtiéndose en una referencia recurrente de ese fenómeno: una línea histórica desmantelada, recursos significativos destinados a diagnósticos sucesivos y ausencia de ejecución concreta. Más allá del proyecto específico, el problema ha sido la dificultad del Estado para transformar planificación en acción sostenida.


La infraestructura estratégica ha seguido una trayectoria similar. Mientras países vecinos avanzaron con decisión en puertos, corredores bioceánicos y logística continental, Chile mantuvo una discusión fragmentada. Arica e Iquique continuaron operando bajo su estructura histórica, sin una definición clara que las proyectara como plataformas bioceánicas integradas. El norte, que por geografía podría cumplir un rol articulador entre Sudamérica y el Pacífico, quedó condicionado por conectividad limitada y falta de decisiones de largo plazo. En contraste, el país sí logró construir una política consistente en materia de astronomía, entendiendo que los cielos del desierto constituyen un activo estratégico irreemplazable. Esa capacidad de planificación de largo plazo, sin embargo, no se replicó en otras áreas clave del desarrollo.


En el plano institucional, el sistema político experimentó una pérdida progresiva de legitimidad. Los partidos se fragmentaron y redujeron su rol formativo, el empleo público creció sin una evaluación sistemática de necesidad y mérito, y el sistema judicial comenzó a mostrar señales de desgaste en la percepción ciudadana, especialmente en materias vinculadas a seguridad, persecución penal y control del delito. Paralelamente, las fuerzas encargadas del orden y la defensa operaron durante años en un marco jurídico percibido como ambiguo, mientras el sistema de inteligencia del Estado permaneció disperso y reactivo. Todo esto ocurrió en un contexto donde la división política histórica siguió siendo utilizada como referencia recurrente, sin que existiera un esfuerzo sostenido por cerrar ese ciclo.
Ese es el contexto estructural que enfrentará la administración que asume en marzo de 2026, con independencia de su composición política o programática.


La ventana temporal del período 2026–2030


Antes de analizar medidas o prioridades, resulta relevante considerar un dato objetivo del calendario político. El período que se inicia en marzo de 2026 presenta una característica poco habitual: una ventana prolongada sin elecciones, que se extiende hasta octubre de 2028. Esto equivale a casi tres años sin procesos electorales nacionales o territoriales, algo infrecuente en la experiencia reciente del país.


La evidencia comparada y la experiencia local muestran que los márgenes reales para adoptar decisiones estructurales suelen concentrarse en los primeros años de un mandato. Superado ese período, la dinámica electoral, la fragmentación parlamentaria y la presión territorial tienden a reducir significativamente la capacidad de impulsar reformas profundas. Desde esa perspectiva, cualquier agenda programática relevante enfrenta una restricción temporal objetiva: lo que no queda encaminado temprano difícilmente logra consolidarse después.


El inicio del mandato como fase de encuadre institucional.


El arranque de una administración suele estar menos condicionado por resultados visibles que por señales de encuadre. Más que inauguraciones o anuncios de impacto inmediato, el inicio del mandato se concentra habitualmente en ordenar marcos normativos, definir prioridades y establecer límites institucionales. La experiencia indica que esta etapa resulta determinante para el resto del período, aun cuando sus efectos no sean inmediatamente perceptibles.


En ese contexto, la regulación del sistema de partidos, la revisión de mecanismos de nombramiento y control en el sistema judicial, la clarificación de las reglas aplicables al uso legítimo de la fuerza por parte del Estado y el rediseño de los sistemas de inteligencia aparecen de manera recurrente en diagnósticos transversales, más allá de las posiciones ideológicas. Se trata de materias habilitantes: su ausencia o indefinición condiciona cualquier política posterior en seguridad, orden público y Estado de Derecho.


A este encuadre se suma el fenómeno de la inmigración irregular, que ha dejado de ser un episodio coyuntural para transformarse en una variable estructural del período que se inicia. Con independencia de las medidas específicas que adopte la próxima administración, existe consenso técnico en que el control fronterizo, los mecanismos de expulsión efectiva y la capacidad del Estado para diferenciar entre migración regular e irregular condicionarán la seguridad, la cohesión social y la gestión territorial durante todo el ciclo 2026–2030. En este ámbito, la ausencia de control efectivo suele traducirse en pérdida de autoridad estatal y en presión adicional sobre servicios públicos y comunidades locales.


Algo similar ocurre en la denominada macrozona sur, donde un conflicto de larga data ha instalado un desafío persistente a la soberanía del Estado. Más allá de los enfoques que se adopten, existe un hecho estructural: la autoridad del Estado no puede ser parcial ni territorialmente fragmentada. Sectores como Temucuicui se han convertido en símbolos de esa tensión, no por su singularidad, sino porque evidencian las dificultades del Estado para ejercer plenamente sus funciones en todo el territorio nacional. La forma en que esta realidad sea abordada durante el próximo período presidencial tendrá implicancias que trascienden la contingencia, afectando la credibilidad institucional y la noción misma de igualdad ante la ley.


En esta fase inicial también suelen definirse criterios simbólicos que trascienden a la administración de turno. La gestión del espacio público, el tratamiento de monumentos nacionales y el tono institucional de fechas históricas sensibles forman parte de ese encuadre.


En el caso de la Plaza Baquedano, la información disponible indica que el proyecto contempla la restauración y reposición del monumento al general Manuel Baquedano en su emplazamiento original, como parte de una intervención urbana de carácter paisajístico y funcional. Se trata, por tanto, de una decisión patrimonial ya adoptada, que no modifica el sentido histórico del monumento ni su localización.


Lo que permanece abierto es el momento institucional de su inauguración y quién encabezará ese acto, cuestión que no ha sido definida públicamente. De concretarse antes del término del actual mandato, corresponderá a la administración saliente asumir ese hito; de lo contrario, su inauguración quedará para el inicio del próximo período presidencial. En ambos casos, se tratará de una señal relevante sobre la normalización del espacio público y la relación del Estado con sus símbolos urbanos.


Algo similar ocurre con el 11 de septiembre de 2026, cuya aproximación institucional será observada no por su contenido conmemorativo, sino por el tono que adopte el Estado frente a una fecha que ha marcado divisiones persistentes. En ese sentido, la expectativa razonable es que el énfasis esté puesto en la unidad institucional y no en la confrontación retrospectiva.


De la definición temprana a la ejecución prolongada.


Considerando la ventana sin elecciones entre 2026 y 2028, resulta previsible que las definiciones estructurales —en seguridad, justicia, inteligencia y organización del Estado— deban quedar formalmente establecidas en la fase inicial del mandato, aun cuando su implementación se extienda durante los años siguientes. Esto permitiría que el período intermedio se concentre en aplicar, ajustar y evaluar políticas ya decididas, en lugar de reabrir debates que el país arrastra desde hace décadas.


En ese marco, los años 2027 y 2028 aparecen como un período de ejecución sostenida, complementado por hitos ya programados, como la inauguración del Teleférico Bicentenario o la puesta en servicio del Puente Chacao en el segundo semestre de 2028. Se trata de proyectos heredados cuya materialización tendrá impacto territorial y simbólico, independientemente de su origen político.


A partir de 2029, el calendario electoral vuelve a incidir de manera significativa. Las elecciones parlamentarias introducen restricciones conocidas al debate legislativo y reducen el margen para transformaciones profundas. En ese escenario, la expectativa razonable es que ese último año completo de mandato esté más orientado a la administración y consolidación de decisiones ya adoptadas que a la apertura de nuevas reformas estructurales.


Este texto no constituye un respaldo político ni una evaluación programática. Se limita a describir condiciones objetivas, ventanas temporales y restricciones institucionales que enfrentará cualquier administración que gobierne Chile entre 2026 y 2030. Los imprevistos, como siempre, formarán parte del día a día. Sin embargo, el marco temporal, institucional y político dentro del cual esos imprevistos ocurrirán es, en lo esencial, conocido de antemano.


Comprender ese marco no elimina la incertidumbre, pero permite distinguir entre lo posible y lo improbable, entre la voluntad y la capacidad, y entre la coyuntura diaria y las decisiones que, tomadas a tiempo, condicionan todo lo que viene después.


Christian Slater E.

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